Un contrato con el CEO. Capítulo 3. Un hombre que no tolera desafíos

Alexa quería que la tierra se la tragara. Había ido a aquella empresa a conquistar al CEO y había acabado ofendiéndolo de la peor forma posible. Sabía que tendría suerte si no la ponía de patitas en la calle antes de dejarla hablar ¡y encima llegaba peleándose con su supervisor!

“¡Mierda!” pensó mientras Malcovich entraba corriendo tras ella, con cara de espanto.

Sin embargo las emociones de Scott Hamilton parecían tan controladas como una bomba a punto de explotar. Se levantó despacio y miró a Alexa de arriba abajo. Estaba despeinada, descalza, desarreglada, el sudor le corría desde la frente y caía en pequeñas gotas entre sus pechos, mientras jadeaba por el esfuerzo de subir las escaleras… Parecía exactamente la bruja que era y lo peor de todo era que Scott Hamilton solo quería quitarle aquel sudor entre los pechos con la lengua. ¡¿Pero a él qué diablos le pasaba con aquella mujer?!

—¿Qué demonios es esto? —gruñó cuando la vio detenerse frente a él, pero Malcovich casi la empujó a un lado para sacarla de su vista, y eso le sentó a Scott todavía peor.

—Señor… yo… bueno, la verdad es que… —balbuceó el hombre sin saber qué decir—. ¡La señorita me ha faltado al respeto! —espetó de repente Malcovich.

—¡Me lo puedo imaginar! —siseó Scott mirándola—. Y como usted no es el primero, adivino que esa debe ser una constante en su carácter.

—¡Pues fíjese que yo solo le falto el respeto a los hombres que se pasan de listos conmigo! ¿No es así, señor Malcovich? —siseó Alexa.

El hombre junto a ella se puso rojo de la ira, pero antes de que pudiera hablar, el señor Hamilton lo interrumpió.

—¡Déjeme solo con ella, señor Malcovich! —siseó y bastó una mirada penetrante para que el supervisor se tragara su maldición y saliera de la oficina. Scott le dio la vuelta al escritorio y se detuvo frente a ella, metiendo las manos en los bolsillos—. Si mal no recuerdo dijo que ayer era su primer día, pero cualquier mujer inteligente sabe que no debe entrar a la oficina de su jefe en esas fachas. ¡Descalza! ¡Sudada! ¡Desgreñada! ¡Y oliendo a ordeñadora de vacas!

Los ojos de Alexa se abrieron desmesuradamente, pero si él creía que iba a dejarse vapulear estaba muy equivocado.

—¡Pues si el señor supervisor no se hubiera metido en mi camino, yo no habría tenido que subir corriendo quince pisos, dejando los malditos zapatos en las escaleras, para venir a informarle a mi jefe que están tratando de robarlo! —le espetó ella.

Scott miró la carpeta estrujada en su mano y se le escapó una risa irónica.

—A ver, niña. Malcovich ha sido mi supervisor de analistas por años…

—Y precisamente por eso debería preocuparle que me haya perseguido para que no le entregara este informe. No soy una novata, sssseñorrrr Hamilton —dijo arrastrando las letras con sarcasmo—. Malcovich dice que me equivoqué, pero eso no es cierto. Sé cuándo alguien trata de hacer un fraude, y a usted se lo harán si firma ese contrato.

Scott apretó los puños y la rodeó. No sabía qué le pasaba con aquella mujer. Quizás era el carácter desafiante, quizás lo había seducido con aquel absurdo conocimiento sobre sus autos favoritos, o quizás solo fuera que tenía el cuerpo de una diosa de la fertilidad y la mirada de una valquiria, ¡lista para matar! Pero lo cierto era que le estaba despertando más sensaciones de las que quería reconocer.

—¡Si tu supervisor dice que te equivocaste, entonces te equivocaste! —sentenció—. Y ahora lárgate de mi oficina antes de que…

La carpeta que Alexa llevaba en las manos se estampó con furia contra su lecho y las hojas volaron contra su cara, haciendo que el gran Scott Hamilton se quedara petrificado por la impresión.

—¡Pues espero que te roben tanto como puedan! —le escupió—. Si quieres ser ciego, entonces bien por ti. Uno de tus ejecutivos te saca dinero en tus narices ¿y eres demasiado orgulloso como para escuchar mi advertencia? —De sus labios salió una risa decepcionada—. ¡Maldición! Al final de verdad no eres tan impresionante como te crees.

Y aquella sarcástica decepción fue para Scott peor que una bofetada.

—¡Estás despedida! —le gritó—. ¡Despedida! ¡Largo! ¡Me encargaré de que jamás vuelvas a trabajar en ninguna empresa decente! ¡Te voy a…!

Pero no pudo seguir hablando, porque Alexa se envolvió su corbata en un puño y tiró de ella con tanta fuerza que lo obligó a pegarse a su cuerpo, muy cerca de su boca.

—Dígame algo, señor Hamilton… —susurró sobre sus labios—. ¿Usted se sabe mi nombre? No, ¿verdad? Entonces buena suerte buscándome entre sus cuatro mil seiscientos empleados. —Retrocedió con una sonrisa desafiante y le dio la espalda para dirigirse a la puerta—. ¡Lo estaré esperando en mi humilde oficina, señor Hamilton!

Scott estaba que explotaba, pero la verdad era que tenía seco hasta el estómago, porque el calor que salía del cuerpo de aquella condenada mujer era incomparable.

—¡Luci! —gritó y su asistente entró nerviosa y apurada. En un minuto había levantado todos los papeles del suelo.

—¿Quiere… quiere que los tire, señor? —preguntó la muchacha—. ¿Y dejo entrar al señor Malcovich? Está muy ansioso allá afuera.

Scott arrugó el ceño. ¿Por qué diablos tenía Malcovich que estar nervioso?

—¿De verdad venía corriendo detrás de la mujer? —preguntó y su secretaria asintió.

—Sí, trató de quitarle estos papeles varias veces —dijo en un murmullo—. Le decía “no te metas en esto” y “te vas a arrepentir”.

Scott achicó los ojos. Quería asfixiar a aquella mujer con sus propias manos, pero no era un hombre estúpido.

—Pon los documentos sobre mi escritorio. Dile a Malcovich que espere —ordenó y un instante después se quedaba solo.

Scott respiró intentando calmarse y luego se sentó. Tomó su pluma favorita y abrió aquella carpeta. Ya había visto aquel contrato, había revisado los números de forma superficial y no había encontrado problemas, sin embargo las notas al margen de aquellas hojas, en pulcra caligrafía femenina, le contaban una historia muy diferente.

Se echó adelante en el asiento, y lo repasó una y otra vez, pero los números no mentían. Ella se había dado cuenta de un mínimo error que podía costarle millones en los siguientes tres años.

—¡Mierda, tenía razón la bruja! —siseó. Y eso también significaba otra cosa: Que Malcovich había tratado de engañarlo. Lo hizo pasar y apenas atravesó la puerta lo increpó—. ¡¿Por qué querías ocultarme esto!?

El hombre se puso blanco como un papel.

—No… yo no quería… ¡Es que ella hizo un informe deficiente y yo no quería entregarle esa basura, señor Hamilton! —se defendió el supervisor.

—¡No trates de engañarme, que no soy estúpido! ¡El informe está perfecto! ¡Acabo de revisarlo y efectivamente es un fraude! —rugió Scott—. Así que explícame esto: ¿No te diste cuenta del fraude? ¿O trataste de ocultármelo cuando ella te lo señaló?

Malcovich parecía al borde de un colapso.

—¡Solo es una igualada! ¡Una maleducada…! —gritó con impotencia.

—¡Me da igual lo que sea! ¡No cambia el hecho de que estaba tratando de salvarme de un fraude mientras tú me dejabas caer en él! —replicó Scott lleno de rabia—. Lo único menos grave sería que hayas tratado de sacarla de en medio para quedarte con el crédito, e incluso eso es despreciable. Así que dime: ¿Cómo te salvo?

El cuerpo de Scott Hamilton vibraba de rabia y el del hombre frente a él temblaba de miedo.

—Yo he trabajado en esta empresa muchos años… siempre le he sido fiel… pero a veces uno se deja influenciar… se equivoca…

—Estás despedido —lo interrumpió Scott con voz gélida mientras Malcovich se llevaba una mano al pecho y hacía una mueca de dolor. El CEO de HHE se abotonó el saco y tomó la carpeta antes de pasar junto a él—. Recoge tus cosas y vete, y si te vas a morir, muérete fuera de mi edificio, que no quiero policías aquí.

Salió de la oficina y se detuvo por un instante frente al escritorio de su asistente.

—Necesito todos los datos de la bruja que me trajo los documentos, tienes diez minutos.

Y en efecto, diez minutos después, Scott Hamilton tenía en sus manos la hoja de vida de Alexa Carusso. No era muy extensa, pero ciertamente era muy interesante.

—Veintitrés años. Soltera. Alérgica a las nueces. Sin antecedentes penales… “todavía” —pensó con sarcasmo—. Graduada de Economía, con un Master en Análisis de Riesgo en… Harvard. ¡Con razón es inteligente la condenada! ¡Hay que ver de dónde sacó lo bocona, pero inteligente sí es! —murmuró pensativo.

Sin embargo que aquella mujer fuera una genio de los números, eso no eliminaba el problema principal: a la mujer le gustaba desafiarlo, ¡lo había hecho ya dos veces! y él era un hombre que no toleraba desafíos.

Scott Hamilton era muy consciente de su carácter, era impaciente y temperamental; pero si él era una bomba, ¡ella tenía una habilidad especial para hacerlo explotar cada vez que lo veía!

Tomó el ascensor, se dirigió a la que le dijeron que era su oficina y abrió la puerta sin siquiera tocar.

—¡Maldición! —gritó Alexa y Scott pasó saliva cuando la vio medio desnuda frente a él. ¡Estaba como para arrastrarse a sus pies! Sintió el latigazo doloroso contra sus pantalones y sonrió internamente. ¡¿Cómo podía querer matarla y follársela, todo a la misma vez?! Sin embargo en un segundo la voz demandante de la mujer lo devolvió a la realidad—. ¿Nadie le enseñó a tocar a la puerta de sus empleados?

—Solo te devuelvo la cortesía de hace un rato —replicó Scott mirándola de arriba abajo sin ninguna vergüenza—. ¿Nadie te dijo que la oficina no es para hacer striptease?

Alexa le dirigió una mirada sardónica.

—Me estoy cambiando porque mi jefe me dijo que huelo a ordeñadora de vacas —siseó ella con una risa desafiante—. ¿Pero striptease? ¡Ya quisieras, niño bonito!

En dos zancadas Scott Hamilton cruzó la distancia entre ellos y su mano derecha se cerró con fiereza sobre las mejillas de Alexa, dejándola muda y dilatando sus pupilas mientras él se acercaba peligrosamente a su boca. ¡Aquí estaba otra vez, esa lengua que lo sacaba de quicio en un segundo! Y Scott se regodeó sobre ella con un pequeño gruñido de satisfacción.

—Esto es acoso… —murmuró Alexa.

—Tu informe es correcto —siseó Scott sintiendo cómo la mujer se estremecía contra él—. Y tú todavía no sabes lo que es acoso. Malcovich está despedido, mañana a primera hora preséntate en mi oficina… ¡que yo te voy a enseñar cómo se juega con este niño bonito, señorita Carusso!

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