Un contrato con el CEO: Capítulo 1. El dolor de la traición

Alejandra sonrió mientras saludaba amablemente a todos los invitados de su boda. Había más de quinientas personas, casi todas celebridades o gente importante de la industria chocolatera del mundo. Y era que a su modo, Alejandra Sanromán era también una celebridad.

Era una rica heredera de California, y a pesar de haberse quedado huérfana a los catorce años, había crecido para ser una mujer fuerte y trabajadora. A sus veintidós años dirigía con éxito la empresa de sus padres, y acababa de casarse con el hombre que amaba.

Lo tenía todo, su vida era perfecta, pero en cuanto se puso a buscar a su marido, Alberto, ni siquiera imaginaba lo pronto que aquella sensación de felicidad desaparecería.

Alejandra lo buscó por toda la mansión, sin embargo se quedó petrificada al pasar frente a la habitación de su prima Claudette. Adentro se escuchaban los gemidos y jadeos característicos de dos personas teniendo sexo, y de repente su prima mencionó un nombre que le quitó el aliento:

—¡Alberto! ¡Síiiii… no pares…! ¡Más, máaaassss! ¡Síiiii! ¡Alberto…!

Alejandra sintió como si le hubiesen disparado en pleno estómago. Cada sonido que escuchaba era grotesco, no podía creer que Alberto la hubiera estado engañando con su prima Claudette, y encima en su propia boda.

Tenía que salir de allí, pero no podía moverse, estaba paralizada por el dolor. Claudette era la persona en quien más confiaba después de su esposo, y los dos la habían traicionado de la peor manera posible.

No sabía si enfrentarlos o salir huyendo, pero la voz entrecortada de su prima la detuvo en su sitio.

—¿Ya decidiste lo que vas a hacer con Alejandra? —la escuchó preguntar después del escandaloso final.

—No hay mucho que decidir, ya habíamos hablado de esto: Alejandra tiene que desaparecer —dijo Alberto y Alejandra sintió como si le estuvieran arrancando el corazón.

—¿Ya es segura la oferta que te hizo ese tipo? —insistió su prima, y aunque las lágrimas corrían por sus mejillas, Alejandra aguzó el oído, como si necesitara saber el motivo por el que la estaban traicionando.

—Sí, esta vez no hay vuelta atrás: y Scott Hamilton no es “un tipo”, es “el tipo”. El magnate más grande de la tecnología en Europa y se está expandiendo. Me ha ofrecido un negocio que no puedo rechazar —dijo Alberto—. Una sociedad, eso es mucho dinero, y sobre todo es dinero fácil, pero necesito invertir un gran capital inicial…

—Ya sabes que Alejandra no te lo dará —siseó Claudette con desprecio—. A ella le gusta ser la CEO, la rica, la poderosa. Jamás te dejará crecer, cariño, solo quiere que seas su mascota y exhibirte, pero no te dejará ser más poderoso que ella, así que supongo que ya tomaste una decisión.

A Alejandra le dio un vuelco el corazón y antes de que su esposo abriera la boca de nuevo, ya sabía lo que planeaba.

—Por eso mismo tiene que morirse —siseó Alberto con impotencia—. ¡Tengo que ser viudo lo más pronto posible!

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó Claudette con morbo.

—En un rato la llamarán por un problema en la fábrica, ya arreglé eso. Y ella no dejaría de ir ni siquiera porque es nuestra boda, estoy seguro. Así que he cortado los frenos de su coche, ese Ferrari será su final.

—Perfecto, así Alejandra estará fuera de nuestras vidas para siempre —rio Claudette—. Entonces solo tienes que heredarlo todo y cerrar el trato con el señor Hamilton. ¡Ahora vamos a tener todo lo que siempre quisimos: poder, dinero y una vida sin problemas!

Alejandra cayó de rodillas cubriéndose la boca para no gritar. Su marido la estaba enviando a morir. No podía creer que hubiese sido capaz de estar con otra mujer, y mucho menos de planear matarla. ¡Pero así era!

—Oye ¿estás seguro de que sí se morirá? —preguntó Claudette de repente.

—¡Muy seguro! ¡Y si la maldit@ de tu prima no se muere de esta, ya buscaré la forma de matarla, pero te aseguro que de esta semana, no pasa!

Lentamente Alejandra fue recuperando el movimiento de sus piernas y caminó hasta llegar a su habitación, donde se derrumbó llorando sobre la cama. No podía creer lo que acababa de escuchar, ¿cómo podía Alberto hacerle algo así? ¿Y Claudette? La prima en quien confiaba tanto…

La habitación parecía girar a su alrededor y necesitaba salir de allí, sin embargo pocos minutos después alguien tocó a su puerta y entró su tío Milton.

—¡Hija, acaban de llamar, hay un problema urgente en la fábrica…! —El hombre se detuvo al ver sus ojos llorosos—. ¿Estás bien?

Pero antes de que Alejandra pudiera contestarle, Alberto, Claudette y su tía Leticia entraron también.

—Ale, ¿qué pasa? —preguntó su marido fingiendo una preocupación que a ella le revolvió el estómago.

Alejandra miró a todos, pero después de aquella traición no era capaz de confiar en nadie. ¿Y si sus tíos estaban de acuerdo con aquel plan? Después de todo eran los padres de Claudette.

—Nada, solo… estaba acordándome de mis padres… me hacen mucha falta en un día como hoy —mintió alejándose de ellos—. ¿Qué es lo que pasa en la fábrica?

—Parece que entró un animal y cayó en uno de los tanques de chocolate —dijo su tío.

—¡Cada uno de esos tanques cuesta veinte mil dólares! —escandalizó Claudette—. ¿¡Cómo pudieron ser tan descuidados!? ¡Son unos inútiles…!

—Bueno, ya, ya. Lo que hay que hacer es solucionarlo —la interrumpió Alberto y se giró hacia su esposa—. Irás a la fábrica, ¿verdad?

Alejandra miró a su marido durante un largo segundo.

—¿Vendrás conmigo? —le preguntó y él negó con la sonrisa más asquerosamente falsa de la historia.

—No debería, Ale, alguien tiene que quedarse a atender a los invitados, no sería correcto que los dos novios se ausenten —replicó él y a Alejandra le temblaron las manos.

Podía enfrentarlo, pero recordó sus palabras: “Si la maldit@ de tu prima no se muere de esta, ya buscaré la forma de matarla”.

Alberto, el hombre que amaba, estaba decidido a acabar con su vida.

Salió de la habitación sin decir palabra y no se detuvo hasta llegar al estacionamiento de la mansión.

—¡Este, llévate este! —dijo Alberto pasándole las llaves del Ferrari.

Alejandra tomó las llaves con un estremecimiento y se subió en el coche, saliendo inmediatamente de la propiedad.

Lloraba desconsolada mientras conducía lo más despacio que podía. Pensaba en aquel día en que había conocido a Alberto. Había sido en una fiesta, ella tenía veinte años y él veintiocho. Alberto era amigo de Claudette y trabajaba como abogado en el bufete de su tío Milton. Su misma tía Leticia los había presentado y empujado uno hacia el otro diciendo que estaban destinados.

¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Cómo había sido tan estúpida de creer que aquellas personas la querían?

Las lágrimas caían por sus mejillas mientras miraba las curvas de la carretera frente a ella. Su vida corría peligro, pero sabía que no tenía forma de escapar de tanta maldad. Tenía el corazón destrozado y sentía que se ahogaba, así que hizo algo que jamás había pensado hacer:

Pisó a fondo el acelerador y lo dirigió a la primera curva de la carretera.

Alberto no podría matarla si ella misma se encargaba de acabar con su vida.

El Ferrari tomó la curva demasiado rápido y se salió de la carretera. Todo pasó ante los ojos de Alejandra como en cámara lenta. El auto dio una vuelta de campana y luego salió despedido por el aire hacia el precipicio. Cayó quince metros más abajo, destrozándose antes de que el tanque de gasolina se incendiara con una enorme explosión.

Y mientras todo era consumido por las llamas, los pensamientos de Alejandra fueron para su familia y para Alberto, el hombre que amaba y que la había destruido.

Una hora después una patrulla de policía llegaba al lugar del accidente. No había sobrevivientes para aquella tragedia, así que después de identificar la placa del Ferrari, se dirigieron a la mansión Sanromán para informar a Alberto que Alejandra había muerto. Tristemente, no habían logrado recuperar nada de su cuerpo después de la explosión.

Quinientos invitados vieron a aquel hombre llorar, maldecir, retorcerse de dolor por la muerte de su amada esposa, y todos lloraron con él, sin imaginar que asesinar a Alejandra Sanromán había sido su idea; todo porque quería robarle su herencia para hacer sus propios negocios, su propio imperio.

Y lo que Alberto Mejía estaba muy lejos de imaginar, era que Alejandra Sanromán no era de las que perdonaban, ni en esta vida, ni en ninguna otra.

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